El mar Rojo en llamas
Por: María Pedreda
Desde que el 19 de noviembre los rebeldes hutíes —que controlan gran parte del antiguo Yemen del Norte, incluida la costa suroriental del mar Rojo— capturaran el buque de propiedad israelí Galaxy Leader, todavía en su poder, han lanzado al menos 25 ataques con drones y misiles contra barcos en ruta hacia o desde el canal de Suez. Es la respuesta que los hutíes, que apoyan a los palestinos, han querido dar a la masacre que está llevando a cabo Israel en Gaza desde hace cien días como respuesta a los brutales atentados terroristas de Hamás del 7 de octubre. En principio, sus objetivos eran barcos relacionados con Israel, pero los ataques se han extendido a otros buques.
El control del mar Rojo, incluidas sus puertas, el canal de Suez y el estrecho de Bab al Mandeb, es esencial para los países industrializados, ya que por allí transcurre el 12 % del transporte marítimo de mercancías, incluido el 30 % del tráfico de contenedores. Las más importantes navieras, como Maersk, BP o Shell, han abandonado esta ruta, debido a los ataques, en favor de la que rodea África por el cabo de Buena Esperanza, que supone 13.000 kilómetros más, entre 10 y 14 días de navegación suplementarios, lo que se traduce en casi duplicar el coste de los fletes. En diciembre, EE.UU. puso en marcha una coalición en la que participan más de diez países —incluidos algunos de la UE como Francia o Países Bajos— para garantizar allí la libertad de navegación. La disuasión no ha funcionado, los ataques han continuado —incluso han sido atacados varios barcos comerciales y un buque de guerra estadounidense—, por lo que EE.UU. y Reino Unido han bombardeado directamente las posiciones y lanzaderas de misiles hutíes, al menos cuatro veces, incrementando la tensión bélica en una zona ya enormemente peligrosa.
Esta implicación directa de Occidente en Yemen es muy alarmante. No se trata aquí de una acción defensiva contra unos pocos piratas, como la operación Atalanta que dirige España en las aguas de Somalia, sino de involucrarse en una guerra civil despiadada como la yemení, que dura desde el 2014 y ha causado ya —directa o indirectamente— más de 235.000 víctimas, en su mayoría civiles. Hasta ahora, EE.UU. solo había intervenido con algunas acciones de drones teledirigidos y entregando armamento al bando gubernamental, sostenido por la intervención de una coalición árabe liderada por Arabia Saudí. Tampoco Irán ha intervenido directamente, aunque Washington y Riad le han acusado de entrenar y armar a los hutíes, que practican una rama del islam chií, liderado por Teherán.
Las posibilidades de que el conflicto de Palestina se propague a toda la región han aumentado considerablemente. Parece que la extensión al Líbano ha sido conjurada por el momento, probablemente por presiones de Washington. Pero Irán está en un proceso de desestabilización preocupante. Al atentado de Kerman —el peor que ha sufrido el Irán de los ayatolás— le han sucedido los ataques iraníes al Kurdistán iraquí y el cruce de ataques con Pakistán. Aunque no se haya involucrado directamente en la guerra de Gaza, los ataques a sus aliados Hamás y Hezbolá han tenido que afectarle. Si el régimen iraní se viera agobiado por la presión externa e interna, podría optar por acciones más contundentes, como un apoyo directo a los hutíes o a los palestinos, lo que desencadenaría un conflicto generalizado de consecuencias dramáticas. Y no solo para la región. El cierre del estrecho de Ormuz paralizaría la exportación del petróleo de los países del Golfo, con el consiguiente aumento de su precio y de la inflación en todo el mundo.
Más allá del enfrentamiento entre suníes y chiíes, que no es determinante —como demuestra el apoyo de los hutíes a Hamás—, sino que responde a intereses no precisamente religiosos, el núcleo de la inestabilidad de la región sigue siendo Palestina. Mientras no se resuelva este problema de una forma justa y permanente, todo Oriente Medio estará en riesgo de sufrir una explosión generalizada, cuya onda expansiva nos afectaría a todos.
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