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De que las hay, las hay

  • Por: Moisés Pineda S.
  • 18 ago 2017
  • 6 Min. de lectura

Esto de llegar a Barranquilla a las cuatro de la madrugada se está convirtiendo en una fuente de entretenidas experiencias, sin que por ello quiera trivializar la situación de las decenas- esta vez menos que antes- de venezolanos que duermen en la Terminal de Transportes sobre, al lado o alrededor- como una muralla de miedos protectores- del equipaje familiar conformado por maletas, tulas, cajas, morrales, mochilas y sacos, arrumados al pie de una litografía con la imagen del Negro Felipe, que los delata. Sin fotos ni grabaciones, allí siguen, y seguirán llegando sin que aquello parezca importarle a nadie...


Esta vez se sumaron varias circunstancias que parecieran ordenadas por alguien y para algo.


La noche anterior, gracias a Electricaribe, o en virtud de la deuda pública que alcanzó los 60 meses facturados y al no cumplimiento de los Acuerdos de Pago, lo concreto es que en Barranco de Loba, al filo de las diez de la noche, el servicio de energía eléctrica fue suspendido.



La visión romántica de los convoyes de seis planchones que de dos en fondo, suben y bajan entre Mamonal y Barrancabermeja, cargados con carbones sacados de los Santanderes, o llevando hidrocarburos refinados y transportando centenares de contenedores, impulsados por enormes remolcadores pintados de color blanco e iluminados con luces led, es reemplazada por las nubes de mosquitos que los paralizados ventiladores no logran ahuyentar y a los que ya no inmutan los pocos musengues que aún guardan los abuelos en los horcones de las cocinas.


En la pequeña habitación del Hotel de 20 mil pesos la noche, al apagarse el aire acondicionado, con el paso de los minutos, la sensación de sofocación y de ahogo aumenta y la piel se va convirtiendo en un verdadero tobogán acuático y los cuerpos entrelazados amenazan con naufragar en un mar de sudores.

Para los amantes, la alternativa de hacer el amor bajo la ducha, o de refrescarse al final del refocile, o de simplemente para acostárse mojados en las hamacas, fracasa porque las motobombas que impulsan el líquido desde los aljibes y los tanques subterráneos, también han dejado de funcionar.


La sola expectativa de semejante suplicio, me llevó a atravesar el río en la última de las chalupas, la 003, que por 9 mil pesos me llevó hasta El Banco, luego de recoger los últimos pasajeros en los muelles flotantes de San Martín de Loba y Hatillo de Loba.

Los pequeños muelles metálicos que se resisten a la herrumbre, son mostrados como "las grandes e importantes inversiones" que se han hecho en favor de los municipios ribereños por parte de Cormagdalena y de las OCAD.


Las ruinosas estructuras se cimbrean por los desplazamientos de agua que se dan al paso de las descomunales embarcaciones que hacen palidecer en la memoria, las proporciones del David Arango, del Emilia Durán, del Palma y la de la flota de Vapores que reinaron en el Magdalena hasta la década de los 1960's.


Las orillas, sin protecciones para resistir el embate, terrón a terrón se desmoronan. Ayer por el leñateo que las desforestó para mantener encendido los fogones que movían a los buques de vapor. Hoy por los incesantes golpes que le propinan a su paso los convoyes de Impala cuando, indefectiblemente, cumplen con la ley de la física que indica que todo cuerpo inmerso en un líquido, desplaza un volumen igual al suyo.


Tales circunstancias hicieron posible que cuando, ad portas de registrarme en el hotel banqueño en el que suelo alojarme, recibiera la información de que uno de mis pequeños nietos había sido hospitalizado, pudiera salir raudo, a bordo de un motocarro, hacia la terminal de transportes de la tierra de José Barros.

Allí, Marina hacía fila frente al mostrador de despacho de buses.

“Qué!! ¿Me está persiguiendo, Profe? Soy mujer casada” me espetó riendo a carcajadas.

Ella, Marina, es una cartagenera que trabaja con los programas departamentales de salud en Las Playitas, una vereda de un municipio vecino. Había embarcado en la 003 huyendo de una nueva noche que, como la anterior, también vivieron en San Martín de Loba, sus corregimientos y veredas.

Solo quedaban dos puestos disponibles en el bus. El 34 y el 35. Nos reímos de la casualidad y "nos dispusimos a pasar la noche juntos", en la cola del bus, al lado de los baños.


El ruido de las puertas al cerrar y otros indiscretos que se filtran por las paredes, el penetrante olor a desinfectante mezclado con otros inmundos, hacen de estos el peor lugar para viajar. Especialmente de noche.

Sin embargo, yo me doy por bien servido pues hubiera sido insoportable haber pasado una noche de sofocación, aislado de toda posibilidad de poder moverme a otro lugar y en medio de la angustia de saber que había un familiar vulnerable e ingresado a un hospital.

Así como ella aspiraba a llegar a Cartagena a las 6 y media de la mañana, yo estaba ansioso por arribar a Barranquilla para poder estar cerca de mi familia.


"Discúlpeme profe si le monté mis nalgas" me dijo con desenfado al despedirme de ella al momento de desembarcarme a las 3 y tres cuartos de la madrugada.

"Ninguna nalga me incomoda, siempre y cuando sea de una mujer", atiné a decirle pretendiendo ser recíproco con su sincero y desprevenido desenfado

Solo que, la verdad sea dicha, no me había percatado de nada.

Ni de los portazos, ni de los olores y los ruidos indiscretos que salían del baño, ni del ronquido de locomotora del viajero que se bajó en la 17, ni del llanto de uno de los tres niños que se habían acomodado al lado de su madre en los puestos 29 y 30, ni de unas nalgas femeninas que se me hubieran incrustado en las costillas.


El cansancio me venció. Desde las 11 de la noche y hasta las 3:45 de la madrugada, caí en un sueño profundo y sin sobresaltos...


"Ya no salen las brujas como antes" me dijo el taxista a tomar rumbo norte desde la Estación Pedro Ramayá, sobre la Calle Murillo.

"Y, tú ¿crees en brujas?" le pregunté...

"Mi tía abuela era bruja" me respondió para explayarse en la historia de aquella mujer a cuyo lado creció, con la que llegó a Barranquilla desde San Juan de Betulia "pueblo malo. Pueblo de brujos y de brujas algunos de los cuales han hecho el pacto del Libro de Salomón y andan como demonios por los lugares en los que murieron"

Mira hacia arriba, de un lado al otro, a través del panorámico, para significarme que estaba en los territorios de su ancestro que murió en una casa de La Sierrita y de otra paisana de ella a la que le combatía sus trabajos. Una bruja tan mala que el día que murió, "poseyó a uno de sus hijos en pleno velorio" y me cuenta que la gente salió corriendo porque, en medio de aquel acto demoníaco, a la media noche, el rostro del cadáver "se le derritió".

"Era una bruja mala. Pero, mi tía abuela era más fuerte y nunca pudo con ella" me dijo con convicción, seguro como estaba que de lo que de ella había aprendido, le permitía protegerse y proteger a las personas de los rezos y conjuros que aquel par de brujas, enemigas entre sí, dejaron en manos de no se sabe quién, cuando atendían, trabajaban, trancaban y destrancaba, abrían y cerraban caminos, tejían y destejían el destino, para el bien o para el mal, de quienes acudían a ellas por los alrededores de "El Serrucho".


Suspende la perorata y no me vuelve a hablar del tema cuando me quité el sueter que traía puesto y quedaron al descubierto los collares cubanos que en número llevo conmigo desde hace más de treinta años.

Sin embargo, al bajarme del táxi, por unos segundos, me asalta la duda y pienso acerca de si los ahogos que me aquejan en algunas noches, no son súbitos episodios de hipertensión sino los ataques de una bruja contratada por alguien, tal como el taxista conversador describe que le ocurre cuando la enemiga de su tía abuela la emprende en su contra desde el más allá: "No desiste. Siempre me quiere ahorcar, me quiere asfixiar" y suelta el timón para escenificar la escena en la que las venas del cuello y de la sien parece que se le van a reventar y los ojos amenazan con salírsele de sus cuencas.


Por si acaso, aprieto mi collar de San Lázaro y me tomo mi pastilla de Diován de 160 miligramos, no sin desestimar que mis problemas no los origina la naturaleza de la política, sino el trabajo de un pervertido babalao al que Eleguá no logra vencer.

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