Crónicas de la Semana Santa en el centro histórico de Barranquilla (II)
- Por: Moisés Pineda S.
- 14 abr 2017
- 5 Min. de lectura
El viernes santo

Al día siguiente, luego de la Solemne Vía Crucis, la ciudad caía toda en un letargo al que nada se escapaba. No se discutía por entonces y se daba por cierto que Jesús había sido aprehendido la noche del día jueves.
A partir de aquel momento, sin pausa ni descanso, fue juzgado y crucificado a la hora de nona del viernes y sepultado antes de que la caída del sol marcara el inicio del Sabath.
Nadie paraba en mientes que, en cumpliéndose en Yeshua Ben Joseph, el rabino judío, las profecías que decían que el Mashiá debía permanecer tres noches y tres días en el sepulcro, de la misma manera que Jonás permaneció tres días con sus noches en el vientre del gran pez, entonces los hechos debieron ocurrir de otra manera.
Según los que ahora se dedican a estudiar las Escrituras Primigenias y de lo que de aquellos acontecimientos cuentan los sabios e historiadores judíos, la aprehensión de Yeshua Ben Joseph, Mashiá, debió darse en las primas de la primera tarde de un día miércoles, luego del Seder de Pésaj y la observancia del Pésaj según la tradición Farisaica que se alimentaba de la Toráh oral que, en sus convicciones, fue entregada junto con la Toráh escrita a Moisés en el Sinaí.
Así, pues, era de común ocurrencia por aquellos años de guerras y divisiones entre Fariseos, Saduceos, Helenistas, Zelotes y Esenios, que la fecha fijada para el cumplimiento de La Ley Mosaica, no coincidiera entre los de uno y otro grupo, al punto que, como en aquel año debió pasar, en una misma semana hubo una Segunda Cena de Pascua- en las primeras horas de la primera tarde del día jueves- según la tradición Saducea y, para ambos grupos y su seguidores, la observancia, también obligatoria del Sabáth, que se iniciaba al caer el sol en la segunda tarde del día viernes.
Según tal cronología, Yeshua Mashiá debió ser crucificado y sepultado en el atardecer del día miércoles para que así se cumplieran las Escrituras y pasara las noches del miércoles, del jueves y del viernes; y los días del jueves, del viernes y del Sabáth, para levantarse de entre los muertos al caer el sol de la segunda tarde del Sabáth, cuando empezaba a ser el día domingo, el primero de la semana.
La gente ni siquiera se aproximaba a estudiar estas cosas en aquellos días en los que hacerlo conducía, inexorablemente, a la excomunión.
Para aquellas personas simples y fervorosas, Cristo murió un viernes a la hora de nona y resucitó el domingo. Una noche y un día. No había más nada más que decir. Sin importar que las cuentas no dieran para explicar lo de que “resucitó al tercer día”. Las gentes vestían de luto riguroso. Los hombres de saco, pantalón y centro negros, camisa blanca y corbata negra. Ellas iban de color morado, cubriendo sus cabezas con largas mantillas de Manila.
Caminaban con premura, los rostros compungidos al filo de la una de la tarde rumbo a los rituales que empezaban con el Sermón de las Siete Palabras a cargo de un Orador Sagrado invitado para el efecto.
Eran dos y más horas en las que desde el púlpito que se levanta al lado izquierdo de la nave central de la Iglesia principal, el ilustre e ilustrado clérigo disertaba acerca de los Misterios de la Vida, Pasión y Muerte del Salvador del Mundo.
Un velo de color morado cubría la totalidad del presbiterio y a todas y cada una de las imágenes de los ángeles, arcángeles, venerables, beatos y santos que conformaban el devocionario local.
El calor resultaba sofocante no solo por el clima de la ciudad, sino también por la aglomeración de fieles que sudaban debajo del denso y oscuro roperío al momento en el que, luego de las Lecturas Sagradas, en medio de un ambiente sobrecogedoramente funebrio que producía el sonar de las carracas, el Canónigo de la Catedral empezaba el ritual de la adoración de la Cruz cantando por cuatro veces, al tiempo que iba quitando el velo que la cubría, “Ecce Lignum crucis in quo pependit Salus mundi”- he aquí el leño de la cruz del que colgó el Salvador del mundo- y la feligresía respondía: “Venite adoremus”- Venid y adorémosla- .
Seguidamente, una fila interminable de fieles, uno detrás del otro, hombres y mujeres de toda edad y condición, en silencio y con fervor, se hincaban de rodillas para besarla.
Al fondo, el coro entonaba una lastimera salmodia, muy a tono con la visión que se promovía de los judíos como un pueblo deicida: “Popule meus, quid foecit tibi, aut in quo, aut in quo contristabi te. Responde mihi. Responde mihi”- Pueblo mío, ¿qué te hice?, ¿en qué te he fallado? ¡Respóndeme! ¡Respóndeme! - Te saqué de Egipto y tú, ¡le has dado una cruz a tu Salvador!! Respóndeme...
Así eran sorprendidos por las primeras sombras de la noche en la que salía el Santo Entierro desde la Iglesia de San Nicolás, rumbo al templo de San Roque a donde llegaba al filo de las nueve.
Al frente, iba la Cruz Alta escoltada por ciriales encendidos con briseros de cristal que amenazaban con irse al suelo y astillarse en mil pedazos; después venían los miembros del Clero y de las Órdenes Religiosas, femeninas y masculinas, precedidos por los turiferarios, acólitos y por las Cofradías que llevaban los Estandartes que las identificaban.
Las bandas de músicos que acompañaban el cortejo, tocaban marchas fúnebres.
A lado y lado de las calles, se filaban millares de personas que portaban velas encendidas en tanto que el Sepulcro en el que se depositaba la figura del cadáver del Señor, convocaba hasta las lágrimas.
El anda, hecha de roble con guarniciones de bronce, era llevada por la Cofradía de los doce Caballeros del Santo Sepulcro que marchaban, hacia adelante tres pasos y dos hacia atrás, balanceándose de izquierda a derecha y luego a la posición inicial. Doce veces se detenían en el trayecto de las doce calles y el pesado armatoste descansaba sobre las alcayatas mientras el oficiante por doce veces conducía las mismas oraciones y entonaba un idéntico motete.
Delante del Cofre, iba el Vicario Diocesano acompañado por los canónigos y, detrás de ellos, los penitentes que cumplían mandas unos llevando sahumerios, otros portando el Cáliz de la Amargura y los más cubriendo el cuerpo con túnicas y la cabeza con capirotes.
Todo aquello le daba al cortejo un aspecto terrífico, sobrecogedor.
moisespinedasalazar@yahoo.com
Bình luận