El Carnaval en los Tiempos del Tranvía (III)
- Por Moisés Pineda S.
- 4 feb 2017
- 7 Min. de lectura

El palo y los polvos carnavaleros
Aquí en Barranquilla, si bien no se dan las sofisticaciones que se pueden ver en los carnavales de Europa, de los que se tiene noticia a través de quienes hasta ultramar han viajado, no se presenta el desenfreno que nos tocó padecer en Caracas en el año 72.
Era apenas un niño cuando mi Padre- Don Salomón- quiso que lo acompañara en uno de sus viajes de comercio a las Islas. Y, desde Curazao, a Caracas.
Pareciera escrito en el libro del destino, cosa prohibida de creer por la Cábala a la que ajustaba mi padre su comportamiento en todo momento, que nuestra llegada coincidiera con aquella afrentosa badulaquería.
Tal el pandemónium, y las cosas nunca antes vistas por mí que allí se daban, que marcaron en forma indeleble mi memoria infantil.
En más de una oportunidad la casaca de mi padre sirvió para guarecerme y soplarme los mocos y secarme las lágrimas. De ese tamaño era el espanto que aquellos cuadros me producían.
Toda la gente corría alocada de un lado para el otro lanzándose aguas pestilentes, de la manera más bárbara que haya visto, ni antes ni después de aquel entonces.
Por las calles de la ciudad, hombres y mujeres, jóvenes, niños y viejos, nacionales y extranjeros, iban embadurnados con tintes, almagre y negro humo. Las ropas, hechas jirones.
Los cabellos, apelmazados por los huevos podridos y las harinas que se lanzan de manera desaforada, como si quisieran ahogarse los unos a los otros, provocando una polvareda en la que era fácil perderse.
Aullaban, gritaban, maldecían, se carcajeaban en medio de la estridencia que producían trompetas desafinadas, címbalos, cencerros, tambores y cuanto cachivache pudiera producir ruidaje.
Su aspecto era amenazador. Y, si tal para los adultos, es fácil imaginarse el desasosiego que conturbó mi alma en aquella jarana incivil, grotesca y feroz en la que era imposible distinguir entre la gente decente y la canalla.
Ni siquiera dentro de la posada del comercio en la que nos pudimos alojar en La Calle Real de La Candelaria, fue posible escapar de aquella ordalía y, hoy pienso que es de agradecer que Padre no terminara de cabeza en el aljibe, revolcado en harinas y tierra en la huerta del traspatio o sentado en el chiquero (1).
A pesar de todo, comparados con aquellos carnavales de Caracas los nuestros tenían un tinte de distinción y de civilidad.
Cuando se desbarataba el sueño Bolivariano, pocos días después de la Batalla entre las Fuerzas de la Grancolombia y del Perú (2) acaecida el día anterior al nacimiento en Caracas del General Antonio Guzmán Blanco (3) que, como se verá, 54 años después “civilizó el Carnaval de Caracas”; el mismo año en el que Don Esteban Márquez cambió de bando para sacudirse el fardel que cargaba por haber sido en Barranquilla “Alcalde Ordinario por voluntad de su Majestad el Rey de España y Delegado de Oficio del Tribunal de la Inquisición” (4) desde 1816 y hasta 1820, un viajero (5) de nombre Rensselaer Van Rensselaer, nos dejó en una carta dirigida a su padre la siguiente descripción acerca de la fiesta carnavalera en Barranquilla, que se celebró entre el 8 y el 10 de Marzo de 1829.
“Observé que los numerosos disfraces que pasaban en grupos se golpeaban uno a otros con palos y que la ropa vuela en pedazos cuando hay riña alrededor de cualquier fruslería, pero sólo en una ocasión vi que alguien perdió el buen humor y al pobre diablo le cobraron muy cara su aspereza.
Una muchedumbre disfrazada lo agarró y, después de frotarle la cara con una yerba urticante, unos lo tomaron de los tobillos hasta ponerlo boca abajo y otros lo golpearon sin misericordia en una parte innombrable.
La lección del caso era mostrar que, del mismo modo que no se había intentado infligir un daño real, nadie debía enfadarse por las triquiñuelas que sufriera. Recordé esta lección cuando, en el transcurso de la mañana, un disfrazado me lanzó un huevo que me golpeó pleno en el pecho sobre mi inmaculado lino blanco y se rompió pero, para mi satisfacción, encontré que sólo contenía agua pura, la yema y la clara se le habían extraído precisamente con ese propósito” (6)
La guerra de fusiles, balas y muertos en el Portete de Tarqui estaba muy lejos como para suspender la batahola de palos, huevos y contusos en Barranquilla. Pero, de lo malo, lo peor es lo que se aprende.
Como la costumbre traspasa fronteras, los viajeros que llegan a esta población que es un cruce caminos, cuentan lo que ven, ocurrió que además de darse palos en la tarde de La Conquista, aquí empezaron los festejantes a lanzarse aguas de toda índole, incluidas las destinadas a ser ocultadas por razones de higiene y de vergüenza personal. Y de mala manera se tiznaban la cara los unos a los otros utilizando polvos y anilinas (7).
El desafuero había llegado a tal que los mayores exigen que es necesario enmendar en Barranquilla lo que ellos llaman “la maldita pintura”, en especial para con las damas.
Hablaban, claro está, de las señoras y jovencitas de la de Primera, a quienes querían privar del placer prohibido de ser manoseadas en el rostro por los galanes que ellas admiraban; por los que secretamente suspiraban y quienes, de otra manera, en otros tiempos y circunstancias, hubieran sido incapaces de hacerlo so pena de ser desafiados a duelo por los padres, hermanos, esposos o novios ofendidos.

Solo hasta el año de las conmemoraciones del centenario del nacimiento del Libertador en 1883, me han contado, que por decisiones tomadas por el Presidente de la Federación, General Antonio Guzmán Blanco, a quien ya mencioné, se dieron por terminados aquellos juegos que echaban por tierra todo miramiento culto y de respeto y que fueron sustituidos por “diversiones dignas de una ciudad civilizada”.
Dicen que como por arte de magia, el domingo de carnaval la ciudad amaneció llena de banderas multicolores y que desde los balcones, en lugar de aguas putrefactas, huevos e inmundicias, caían sobre el transeúnte una lluvia de flores, dulces y perfumes. Y que máscaras que recorrían toda la escala de lo grotesco, paseaban por la ciudad (8).
En los de Roma, Nápoles y Venecia se goza muchísimo, según me han dicho, pues yo no los he visto; pero lo creo, que si uno fuera a creer solamente en lo que ve, yo no creería en mi bisabuelo pues que yo no lo conocí (9).
En la biblioteca de la casa de mi abuelo, se guardaban con celo los ejemplares del Semanario que editaba Don Domingo González Rubio y en uno de los del mes de enero del año 73, en El Promotor, que así se llama este afamado periódico, de segundas o de oídas como se dice, el Señor González Rubio contaba con destino al público femenil, miembros del bello sexo, a las hijas de Eva, que en aquellos lugares tienen especialísima gracia y gusto, y como quien dice “palito” para disfrazarse.
Si las bárbaras contiendas caraqueñas inficionaron la jarana, también llegaron noticias de los cambios del Año del Centenario y la visita de Compañías y Artistas Europeos que contaron de cómo, en Italia, grandes comparsas salen en coches a recorrer las calles de la población, trabando unas con otras, combates en que los proyectiles son flores y confites (10).
Así viene pasando desde hace un par de años, cuando ocurrió que en el Camellón de la Calle Ancha a las 7:00 pm del sábado, vísperas del carnaval una muchedumbre de señoritas en tropel, arrojaba profusión de diminutos y dorados papelitos a la cabeza de los espectadores y gritaban, cantaban, corrían y bailaban (11).
Mientras viajan mis recuerdos, camino hasta la sodería “La estrella”, negocio que es del Señor David Pereira, en el que me espera mi amada esposa, Dolores Rodríguez.
Ella, a pesar de estar ejerciendo la difícil tarea de criar a José- “en cada familia Sefardita debe haber un José y una Esther”, decía mi Padre- nacido en el 83, a Mortimer de cinco años y a Dolores Silvia de escasos meses, Lola saca tiempo para acompañarme a tomar unas garapiñas mientras ultimamos detalles del disfraz que luciremos esta noche en el baile que a partir de las ocho de la noche ofrece en su casa el primo Don José Francisco Insignares Sierra, casado desde 1881 con la espiritual Señorita, Doña Eladia Josefa Márquez, hija del que fue potentado y vecino de los abuelos, Don Esteban Márquez.
La expectativa de la Fiesta es grande pues Eladia heredó de su padre la condición manirrota para gastar en fiestas y saraos que, muerto el Patriarca y en medio de las disputas que se suscitaron entre los herederos cuando el cadáver aún estaba tibio, ahora, cuando no alcanzan las rentas del mercado público que disputa con sus hermanos, el derroche es munido por las arcas opulentas del marido.
(1) El Promotor.15 de Febrero de 1873 (2) La batalla de Tarqui se libró el 27 de febrero de 1829 en el llamado Portete de Tarqui, a pocos kilómetros de Cuenca (actual Ecuador), entre tropas de la Gran Colombia, comandadas por Antonio José de Sucre y Juan José Flores, y tropas peruanas comandadas por José de La Mar. (3) 28 de Febrero de 1829 (4) SOLANO Sergio Paolo. Historia General de Barranquilla. Publicaciones de la academia de Historia de Barranquilla- 1995- Esteban Márquez. Pág. 101. (5) Algunos dicen que era Canadiense y otros que norteamericano. (6) LIZCANO ANGARITA Martha. GONZALEZ CUETO Danny. El aporte afrocolombiano al Carnaval de Barranquilla: su valoración e inventario en los estudios históricos, antropológicos y etnográficos (1829 - 2005). Revista Brasileira do Caribe, Goiânia, Vol. X, nº20. Jan-Jun 2010, p. 447-474 (7) El Promotor. 15 de Febrero de 1873. (8) MARTINEZ SCHAEL Graciela. Estampas caraqueñas. Concejo Municipal del Distrito Federal. 1975 El Primer Carnaval Organizado. P.109. (9) El Promotor.15 de Febrero de 1873. (10) El Promotor. 25 de Enero de 1873 (11) El Promotor.25 de Febrero de 1888.
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